Frente a la irrupción imperiosa de las imágenes (fotográficas, videográficas, en movimiento ), que se han adueñado de nuestra vida, resulta tranquilizador, extraordinariamente reconfortante, el encuentro con la pintura de Marcelo Fuentes: pintura pura y de soledades, practicada calladamente sobre vistas de Valencia, de Madrid y de Nueva York. Son óleos y acuarelas -junto con una serie sorprendente de dibujos a lápiz-, todos de formato pequeño, que testifican que Marcelo Fuentes tiene el don extraordinario de contemplar el mundo desde las luces altas del ático en que él vive en el ensanche valenciano. Vistos desde allí, los más audaces perfiles arquitectónicos de todas las metrópolis atemperan su escala, y los volúmenes pesados de las construcciones e ingenierías más potentes se desentienden de los detalles y se hacen porosos, edificios y puentes prácticamente humanos, que respiran en una atmósfera de humedad y de difumino, mientras caen desde ellos las sombras, contrastantes, que reafirman las estructuras, y que crecen con el ritmo encalmado del atardecer. Se trata de que Marcelo tiene -o ha adoptado- una posición que le permite referirse a las cosas de una manera esencial, pero también desde el sentimiento y la emoción; inclusive desde el sueño. ¡El sueño! No en vano queda en estas obras todavía el resto de un perfume de las visiones urbanas de Hopper, de los paisajes de Morandi, de la poética singularmente moderna de José Balaguer, de Valori Plastici que pudo analizar en directo durante su etapa de residente en la Academia de España en Roma, y también de los nocturnos ciudadanos de su colega Manuel Sáez, y de esas zonas fronterizas en que lo urbano se funde con lo suburbano y con lo rural, que cultiva Pedro Esteban, asimismo compañero de Fuentes.
Claro que la pintura de Marcelo Fuentes es “otra cosa”, y sólo suya, como obra de un autodidacta contrastado (por dos veces lo rechazaron al intentar ingresar en la Facultad de Bellas Artes de San Carlos), aunque eso sí, localizado entre los neofigurativos valencianos. Y ésta es una pintura ensimismada, de imágenes extraordinariamente condensadas, de visiones urbanas inéditas, pero inconfundibles, que se resuelven en un colorido de tono bajo y de riqueza exquisita, bien matizada (ocres, grises, rosas, algún azul ), un arte que es “la pintura de siempre” y que tiende cada vez más hacia la contención, hacia sí misma, hacia la síntesis apurada, hacia lo pequeño, contra toda retórica. Marcelo dice, divertido, que “si yo me dejara llevar , llegaríamos a lo insignificante”.
Se trata, en consecuencia, de un arte efectivo y que hace adictos, seguramente porque el espectador encuentra aquí el tan traído y llevado, y tan escasas veces logrado, “placer de la pintura”, un placer que transfigura al contemplador en amateur -en el sentido noble y etimológico del término; o sea, en “amador”-, figura cada vez más rara en los circuitos del mercado. Unamateur, que acaba entrando en estos cuadros y que, simultáneamente, introduce en ellos -en sus desérticos e imprevistos panoramas- un sentimiento humano que estas figuraciones no tienen de por sí: el de la nostalgia o recuerdo de una dicha perdida, el silencio.