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Joaquín Risueño

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Salvando las distancias, se podría ubicar a Joaquín Risueño (1957) junto a artistas que, como Juan Carlos Savater, cultivan cierta figuración metafísica menos atenta al signo de los tiempos que a lo atemporal de pintura y existencia. Más que la lírica romántica del paisaje (casi siempre inclemente, algo hosco, montaraz, sin urbanizar) lo que se activa en estos óleos es una profundización en el acto de pintar lo natural que lleva a esa clase (rara, un poco al margen) de pintores españoles actuales a intentar extraer la atmósfera en cada lienzo, para así traducir un sobrecogimiento. Risueño se planta frente a una naturaleza desnuda y predecesora, ajena a la presencia humana y, sobre todo, frente a unos cielos turbulentos y vastos que ocupan gran parte de muchas obras y que bajan hasta la tierra, y se empapa de su presencia, fundiéndose con ello en poderosos óleos que podrían mostrar altanería y, sin embargo, seducen desde el silencio. En cualquier caso, frente a lo que podía verse en su última exposición madrileña, hace más de tres años, algo parece haberse desplazado en estas nuevas, extrañamente humildes a la vez que majestuosas pinturas de Risueño. Es como si una simplificación plena y precisa en temas y pincelada hiciera que sus pinturas asumieran cierta condición inesperada, sorprendente y embelesadora.


El Cultural

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